El conejo que no sabía saltar

 En lo profundo de un bosque lleno de árboles altos y riachuelos cantarines, vivía un pequeño conejo blanco llamado Blas. Era suave como una nube y tenía unas orejas enormes que se movían cuando hablaba. Blas vivía con su abuela, la señora Coneja, en una madriguera cómoda bajo una gran encina.


Aunque Blas era simpático, curioso y muy inteligente, había algo que lo hacía sentir diferente: no sabía saltar bien.


Cada vez que salía a jugar con los otros conejos del bosque, intentaba seguir sus saltos entre los arbustos, pero siempre se quedaba atrás. Cuando los demás hacían carreras de brincos, él tropezaba. Cuando jugaban a subir por las rocas dando grandes saltos, él apenas podía subir con esfuerzo.


—¡Vamos, Blas, salta como nosotros! —le decían, riendo sin malicia, pero sin entender lo mal que se sentía.


Una tarde de primavera, el sabio búho Olegario anunció una gran competencia en la plaza del claro central: “La Carrera de los Mil Saltos”. Todos los conejos esperaban con ansias ese día. La abuela de Blas le hizo una bufanda con zanahorias tejidas para animarlo a participar, pero él solo bajó la mirada.


—No puedo, abuela… no soy como los demás —susurró, triste.


La abuela, que sabía mucho más de la vida que todos los conejos jóvenes juntos, le acarició las orejas y dijo con una voz suave:


—Nadie nace sabiendo. El roble más fuerte empezó como una semillita temblorosa. Si practicas cada día, podrías sorprenderte.


Esa noche, Blas no pudo dormir. Pensó en su abuela, en sus amigos, y en su deseo de algún día sentirse orgulloso de sí mismo. A la mañana siguiente, se despertó antes del amanecer, y cuando todos dormían, se fue al campo más cercano a practicar.


Durante semanas, Blas se levantó temprano, estiró sus patas, midió sus saltos, cayó, rodó, se ensució… pero nunca se rindió. Los árboles fueron testigos de su esfuerzo. Hasta las luciérnagas se detenían a verlo en las noches.


Finalmente, llegó el día de la gran carrera.


—¡Participante número doce, Blas Conejo! —anunció el búho Olegario.


Todos se quedaron en silencio por un segundo. ¿Blas? ¿El que no sabía saltar?


Pero cuando comenzó la carrera, algo mágico ocurrió: Blas no fue el más rápido, pero sí el más constante. Mientras algunos caían por no medir bien, Blas daba saltos calculados y seguros. Mientras otros se cansaban al final, él seguía adelante, recordando todo lo que había practicado.


Al llegar a la meta, no fue el primero… ¡pero tampoco el último! Y cuando cruzó la línea, todos lo aplaudieron.


—¡Lo lograste, Blas! —gritaron sus amigos—. ¡Qué gran salto has dado!


Pero el aplauso más fuerte vino de la señora Coneja, que lloraba de emoción.


Esa noche, Blas no ganó la corona de zanahorias, pero el búho le entregó una medalla especial que decía:


“Al conejo más valiente y perseverante.”


Desde ese día, Blas se convirtió en un ejemplo para todos los pequeños animales del bosque. No por ser el mejor desde el principio, sino por no rendirse jamás.




Moraleja: No importa si no eres el mejor hoy. Si te esfuerzas y crees en ti mismo, puedes lograr cosas maravillosas.


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